A partir de la admiración incondicional que sentía por Josep Maria de Sagarra, Josep M. Planes creó un estilo propio, muy contundente, que le permitía arremeter contra el alcalde Pich i Pon por una patética cabalgata de conmemoración de la República o ironizar sobre las exiguas mesas de la Horchatería Valenciana.
Su libro Nits de Barcelona, que se publicó en 1931, contiene una selección de catorce reportajes de Mirador ilustrados por Oleguer Junyent. Como consecuencia de la Exposición Internacional, los refinamientos de la civilización burguesa empezaban a introducirse en Barcelona, al principio “d’una manera líquida, amb l’esperança de convertir-se més tard en una cosa sòlida”.
Planes describe algunos de los locales míticos de la bohemia de aquellos años (la Criolla, el Villa Rosa, el Edén Concert o la Casa Llibre, donde Sagarra acompaña a Pirandello entre la indiferencia de los elegantes). Está muy bien. Maqueado a lo Gardel, con barret fort y una corbata comprada en Can Comas, Planes cuenta lo que ve sin inmutarse.
Nits de Barcelona sigue la moda del reportaje a la manera de Paul Morand, mezclado de ficción. El libro de Morand Ouvert la nuit (uno de los cuentos, La nuit catalane, pasaba en Barcelona) se me antoja uno de los modelos junto con los reportajes de Del Paral·lel a Montmartre de Domènec de Bellmunt. Las de Planes son, efectivamente, noches catalanas, pensadas para el buen burgués de Acció Catalana, que no quiere sorpresas. Planes adopta un punto de vista escéptico, distante, como cuando Bellmunt hablaba de la colonia rusa de París o de “la guerra dels estupefaents”.
¡Qué bien escribe Planes! La calle del Cid, bajo la luz roja del cartel luminoso que anuncia un cabaret, las sombras coloreadas de las prostitutas y los invertidos y, en el interior, los clientes “embolicats amb el cotó fluix de la boira del tabac ros”.
Ángel Zúñiga recorre los mismos parajes veinte años después, en un tono más canalla. En 1948, Zúñiga es un nostálgico con unas ganas locas de divertirse al buen tuntún, jovialmente, como antes. Difícilmente podemos compartir su entusiasmo por Alady, Pilar Alonso o Raquel Meller por mucho que la hayamos visto en la pantalla (de la Filmoteca). En cambio, la descripción de las farras y cuchipandas nos llenan de emoción. El tiovivo del sexo, las caudalosas corrientes de la procacidad, mientras los parroquianos se tiñen los riñones con el color verde de los pipermints.
Zúñiga es un narrador competente: barre la zona del puerto desde el Paral·lel hasta los chiringuitos de la Barceloneta para revelar la mágica continuidad de la vida urbana, recorre las tertulias de la Rambla siguiendo a un vendedor ambulante o nos obsequia un curso de desvergüenza escénica con la Bella Dorita.
Planes trata de ser moderno y refinado, lo mismo en la parrilla del Ritz que en los callejones de las Drassanes. El habla de Zúñiga, en cambio, es una mezcla genial de expresiones taurinas y pugilísticas, casticismos y palabras vivas del xava de Hostafrancs. Hay en sus respectivos mundos cosas que no cambian: la nostalgia que sedimenta con los tragos, la piedad por el tipo vulgar perdido en sus fantasías, el entusiasmo por la convivencia noctámbula entre el señor Esteve con la cartera forrada de duros y del menestral, con sus pocas pesetas y sus ganas terribles de hacer el pendón. Amanece. Pasan los taxis en busca de una alcoba que no siempre es casta. Planes y Zúñiga cierran la Rambla.