Transcripció:
1936 BLOC DE NOTES
Apuntes de un superviviente
Andrés Laso Iglesias
Estos apuntes, que podemos llamar memorias, no son imaginaciones mías, sino días vividos en el transcurso de la Revolución Española y mi destierro por los campos de concentración franceses y españoles, hasta mi libertad. No son días consecutivos sino los actos más memorables, que aunque viva 50 años más no se borran de mi imaginación. En tan poco tiempo he vivido muchos años y, por cierto, más bien malos que buenos.
Las fechas, algunas, pueden variar porqué han pasados 3 años, pero los hechos son reales.
Era el 18 de Julio de 1936. Recuerdo que salía del embalado, pues era la Fiesta Mayor de Suria. Yo oía rumores que fuerzas del África se habían sublevado. Yo entendía poco de esas cosas. Tenía 23 años y mi ilusión eran los bailes y el cine.
Yo observaba que la gente se amotinaba y discursos de la radio. Se empezaban a ver semblantes descompuestos y otros alegres. Todo el mundo se sentía republicano. Pronto empezaron las deserciones, requisas de locales y hombres con armas por todos los sitios.
A las pocas horas, la radio pedía voluntarios de los pueblos para ir a Barcelona y desde allí formar columnas para el Frente de Aragón, que decían que venían fuerzas fascistas sobre Cataluña.
Aquí empezó mi primera aventura. Requisaron todos los camiones y autobuses de la localidad. Todo el mundo gritaba: “¡A Barcelona!”. Allá que me tienen y todo el camino cantando himnos revolucionarios. Llegamos a Barcelona a medianoche. Nos llevaron al Hotel Colón, donde estaba el Cuartel General, me dieron un fusil y me mandan hacer guardia por delante del edificio y me dice uno: “Cuidado, que por aquí pasa el auto fantasma y lleva una ametralladora, pasa a toda velocidad y barre todo lo que encuentra”.
Pensé para mí: “Vaya, Andrés, en buen lío te has metido”.
Pasaban coches y el fantasma no aparecía por ninguna parte.
Al cabo de 2 horas me vienen a relevar y me dicen: “¡Vete a dormir un poco!”. Entro en el gran hotel y parecía que había pasado un terremoto. No había un solo cristal, todos estaban por el suelo, las cortinas, los sillones…
El Trueba me dice: “Andrés, vete arriba y escoge una habitación y descansa”. Voy al primer piso, abro la puerta y la volví a cerrar rápidamente. Las cortinas [estaban] por el suelo y las sábanas llenas de sangre. Miro otra habitación [y estaba] exactamente igual. Se me pasó el sueño rápidamente. No quise permanecer [allí] ni un minuto más. Me entró un escalofrío de pies a cabeza. No estaba acostumbrado [a] aquellos espectáculos.
“¿Hombre, que no tienes sueño?”, me pregunta uno.
“No”, respondí. Y cogí una butaca y allí me senté junto [a] la entrada principal, pero en un rincón, que no pudiera tocarme el auto fantasma en caso de su aparición.
“¡Cuánto tardaba en ser de día!”, pensaba. No podía conciliar el sueño pensando en las habitaciones, en el coche fantasma. ¡Cómo se conocía que yo no estaba preparado para estas cosas!
Cuando, de repente, se para un coche y siento que gritan: “¡Ya los tenemos! ¡Ya los tenemos!”. Los del interior salen corriendo y preguntan con ansiedad: “¿A quién?”. “¡¡¡Los del coche fantasma!!!”.
Uno de ellos dijo: “A este fulano lo conozco. Es el hijo del coronel que yo tenía en Burgos!”.
“Llevarlos abajo a los sótanos”, ordenó una voz. Fueron bajados a empujones, por una quincena de hombres.
Todo aquello lo estuve observando. Eran dos jóvenes de mi edad aproximadamente, yo pensé. Buenas cosas les espera; era mucha la excitación que tenían aquella multitud.
Al poco rato vienen tres más y me dicen: “Vamos a los escolapios a buscar armas para Suria.”
Subimos a un camión y nos llevaron por unas calles estrechas, donde se oían disparos sueltos. Allí nos dieron media docena de fusiles con su munición.
Alrededor del mediodía, la caravana de autocares con grandes pancartas estaba formando, a punto de marchar para el Frente de Aragón. Yo también quería marcharme con ellos [ya que] al ver tantos gritos de entusiasmo, todo el mundo se siente valiente, pero un primo mío no me dejó.
“Andrés, tu te vas para casa”, [dijo]. “Yo quiero ir con vosotros”, protesté yo.
Pero Trini, que estaba con su hermano Mariano, fue la que se opuso. “Mariano, si él quiere marchar a ti no te dejo yo, Vete para casa con la mama”.
Fue lo que me indujo a regresar a Suria. ¡Montamos en un camión y regresamos!
A los pocos días la radio llamaba a mi quinta. Tenía que presentarme en Barcelona, pero en Manresa no me dejaron pasar. Había milicianos en la estación y pedían documentación: “¿A dónde vas?”, me preguntaron. “A Barcelona, a incorporarme”, dije. “No hace falta. Aquí sale un batallón. Puedes ir a incorporarte en él”.
Allí estuve varios días haciendo instrucción. Se formó la Centuria Roja, compuesta por milicianos de Manresa y comarca. De Suria éramos 30, que formamos el pelotón del “Ram de l’Aigua”.
Llegó el día de la partida para el frente, el 30 de Setiembre de 1936. En Manresa había un gran gentío a despedirnos. Unos rezan, las madres lloraban.
Fuimos parando [en] pueblos a medida que nos acercamos al frente. Yo llevaba de compañero a José (a) “El Moro”, el cual decía: “Ya llegamos, el olor a pólvora me excita los nervios”, y daba un rugido. Yo me sentía valiente a su lado.
Pasamos cerca [del] Estrecho Quinto y [de] Monte Aragón, que todavía está en poder de los nacionales, y llegamos a Fornillos, donde tendría aposento nuestro Estado Mayor. [Es un] pueblecito que está situado en una altiplanicie y a sus pies se encuentra Huesca.
La Centuria Roja iba al mando del capitán Ramírez de Cartagena e íbamos agregados al Batallón de Ametralladoras de Manresa nº 4, al mando del comandante Sr. Luís Menéndez.
Los enlaces del capitán éramos cuatro: Vilanova, David, El Moro y yo. Tan pronto como se hizo de día, el capitán ya observaba las líneas con su largavistas. Era poco comunicativo. Al oscurecer, bajamos a primera línea.
Era bien entrada la noche cuando ocupamos posición. El primer susto fue para mi. El capitán, junto con el comisario, me dicen que vaya a un puesto avanzado [a] avisar a un tal Suñer y Cargol. Fui barranco a bajo hasta que los encontré; de regreso, el Pelotón del POUM nos recibieron a tiros.
Suerte que alguien empezó a gritar: “¡No tiréis, que son de los nuestros!”, pero el susto nadie me lo quitó. Vilanova y David enseguida vinieron hacia mi: “¡Andreu, Andreu! ¿Te han herido?”. Yo, a duras penas, dije: “No fue nada”.
Seguimos acompañando al capitán, que iba distribuyendo la gente. A medianoche, el capitán nos dice: “Vosotros ya podéis retiraros. Yo vendré enseguida”. Él continuó con Suñer y Cargol, nosotros nos fuimos a un agujero que teníamos como vivienda.
No podíamos dormir, hacíamos nuestros comentarios. El Moro empezó a sentir miedo y decía: “Andrés, yo veo sombras; allí en aquellas viñas se mueve gente”. Salimos nosotros tres y estuvimos un buen rato observando y no vimos nada. Entonces el Moro nos dice: “¿Veis aquella estrella? Cuando se ajunte con aquella otra vendrá la guerra mundial. Yo soy moro i si me cogen los moros y saben que lo soy también me matarán sin remedio”. Nosotros comprendimos enseguida [que] lo que tenía aquel hombre era un pánico horrible.
Mientras pasaba todo esto, el capitán Ramírez de Cartagena recorría las posiciones y le decía a Suñer: “Tengo sed”. Suñer le dice: “¿Quiere usted un poco de coñaq?”. “No, tengo sed de agua”. “Espere un momento. Voy a buscar un poco de agua, enseguida vuelvo”. “Vaya, le espero”. Cuando regresó no encontré más que la guerrera. Se había pasado con los nacionales. Enseguida se corrió la voz, se reforzó la guardia y enseguida mandaron un nuevo capitán, Ernesto Lluch, un hombre de 60 años, retirado cuando la ley de Azaña. Toda la noche la pasamos en vela esperando algún ataque, pero no pasó de aquí.
Transcurrieron los días sin importancia. Ya nos convencían para aclimatarnos poco a poco.
Cierto día, el mando creyó conveniente apoderarse de una loma que estaba en medio de las líneas enemigas y fue seleccionado el Ram de l’Aigua. Por la noche tomamos posición y la fortificamos después de trabajar sin descanso. Cuando llegó el día, nos acosaban a tiros, no podíamos levantar cabeza. Allí tuvimos las primeras bajas: fueron tres muertos y los tres de la cabeza, dos de Manresa y Izquierdo, de Suria.
A medida que pasaba el tiempo, teníamos más confianza en nosotros, menos el Moro, que le dieron la plaza de cartero. Bajaba a primera línea, repartía la correspondencia y regresaba al puesto de mando. Durante la noche, teníamos discursos con los nacionales. Nos oíamos perfectamente, pues había menos de 300 metros. Yo les dije: “Mañana cambiaremos la prensa”, y así fue. Cogí un montón de periódicos y salté del parapeto. Ellos me dejaron que dejara el fusil, que fuera sin armas, y yo se lo dí a David, el cual me decía: “¡Vas [a] hacer una locura, no vayas!”. Pero yo no [le] hice caso. Con mis periódicos continué avanzando, no se oía un disparo en todo el sector. Yo creo que iba como un autómata y, cuando faltaba poco para llegar a sus líneas, salió uno de ellos y dice: “Oye, rojo, ¿no tienes miedo de que te peguen un tiro?”. “Yo creo siempre en la palabra que se da”, contesté. Al ver aquello, fueron saliendo de los nuestros. Ya éramos quizás veinte y ellos no llegaban a seis. Entonces temía alguna cosa, eran unos descarriados. En aquella controversia, un soldado de ellos se metió en medio de los nuestros y se vino con nosotros.
Al que se ha[via] pasado y yo nos llamaron al puesto de mando. En aquel momento llegó la aviación enemiga, la cual bombardeó el pueblo de Apiés. Lo hicieron a placer y sin que nadie les molestara. El pueblo quedó completamente destruido. Allí vi un coche ambulancia ponerla encima de un tejado. Los agujeros que hicieron las bombas fueron los más grandes que he visto; cuando llegamos al puesto de mando, a mi el comandante me amonestó por lo que había hecho y [me dijo] que no lo volviera a repetir.
En el 1º de enero de 1937 me hicieron oficial de milicia. Cuando me lo dijeron quedé de piedra. Yo les dije que no podía aceptar, pero me dijeron que la propuesta ya esta[ba] hecha y que no había nada que hacer, estaba aprobado, pero sin mando. Con esto, llegó el ataque a Huesca. Nuestra misión era iniciar el ataque para entretener fuerza y efectuar el asalto por la parte norte, o sea más a nuestra derecha. A las cinco de la mañana la artillería empezó a bombardear Huesca y, a continuación, llegó nuestra aviación. Fue el espectáculo más grande que vi en nuestra guerra, pues también llegó la de ellos.
Calculamos que había unos 200 aparatos, un centenar por banda. Huesca estaba envuelta en polvo y humo. La misión nuestra nos salió a la maravilla [ya que] se cogió la posición sin disparar casi un tiro, pues estaban durmiendo. Llegamos a la proximidad de la plaza de toros; nuestra misión estaba cumplida. La posición se dejó en manos de la Guardia de Asalto y nosotros nos retiramos a nuestras posiciones. Aún no habíamos tomado posición cuando llegaban corriendo los guardias [diciendo que] habían perdido la posición.
El Alto Mando ordena que nuestro batallón sea retirado de primera línea, para, de un batallón de Ametralladoras, hacer dos: uno para el 11 Cuerpo del Ejército y otro para el 12 Cuerpo.
Yo fui trasladado, con Vilanova y David y algunos otros, a Olite, (El comandante Pérez Vengut, capitán Lluch), donde nos esperaba el Batallón, gente poco experta para formar un batallón de ametralladoras de choque. Todos eran rezagados de la retaguardia. Allí formaron el batallón y el comandante hizo la presentación de los oficiales. A mi me dieron una Sección de 30 hombres. Después de unos días de entrenamiento, nos destinaron al frente de Fuendetodos, pueblo de Goya. Vilanova no llegó a ir al frente, pues fue destinado a Valencia, a la escuela de Capacitación de Oficiales. El muchacho marchó muy contento, y no lo volví a ver pues cayó en Piedras d’[Auló].
Cuando nos dirigíamos a primera línea, nos cogió una gran tormenta de agua. En la línea que teníamos que ocupar había una “paridera”, especie de cuadra para recoger el ganado. Mientras distribuía las guardias, el resto ya se había desnudado, se creían que estaban en casa. Cuando me di cuenta, les obligué a vestirse: “¡Creéis que si viene el enemigo nos esperará [a] que os pongáis los pantalones!”. “¡Es que estamos completamente mojados!”. “Yo estoy igual que vosotros y dormiré así”. Con malas caras se volvieron a vestir. Yo había advertido a los centinelas que no emplearan las bombas de mano si no era en un caso necesario.
No había hecho más que entrar en la barraca, cuando la explosión de una bomba de mano nos pone a todos de pie. Salgo corriendo hacia donde estaba el centinela. “¿Qué ha pasado?”. “Mi teniente, que veo unas sombras…”. “¿En dónde?”. “¿No ve aquello que se levanta y se esconde?”. “¡No ves que es una mata!”. “No, señor. Ahí hay alguien”. “Para convencerte, una escuadra que vengan conmigo. Vamos a hacer una descubierta”. Nos internamos unos cien metros sin encontrar rastros, pues todo había sido una imaginación del centinela. “Bueno, aquí no hay nada. Demos la vuelta.” Pero nadie me contesta, me di cuenta de que estaba solo. Cuando regreso me gritan “¡Alto!”. Me indigné de tal manera que no pude aguantarme. “¡Sois un atajo de cobardes! ¡No me conocéis!”. Yo llevaba una pistola en una mano y una bomba en la otra [y] me venían ganas de matarlos a todos. Este mismo caso me pasó dos veces con ellos.
Al día siguiente, tuvimos que tomar posiciones más avanzadas. Era una loma que dominaba un llano. La loma estaba completamente desguarnecida. Había que fortificar y hacer barracas. David y yo empezamos a trabajar y hacíamos nuestra barraca y ellos miraban y quizás esperaban que también hiciéramos las suyas. Con aquella gente no se podía ir a ninguna parte. En vista que no les hacíamos caso, se decidieron [a] hacerse la suya.
Al día siguiente mandé fortificar por escuadras. No había manera de hacerles coger el pico y la pala. Fui el primero en empezar: uno se marchaba [a] hacer sus necesidades y volvía cuando nos teníamos que retirar. No tuve más remedio que imponerme y obligarlos por la fuerza a trabajar, pues era por el bien de todos. Suerte que en los pocos días que estuvimos allí no tuvimos que intervenir con el enemigo.
La comida nos la traían del puesto de mando, cada día la misma comida, arroz. Cuando llegaba allí parecía hormigón.
Yo les hacía formar y ellos eran los primeros. Los últimos, los sargentos y yo.
A los pocos días, me llegó una orden [diciendo] que tenía que abandonar la posición con los sargentos. Los soldados se quedarían con otros oficiales y sargentos que vendrían a relevarnos. Tan pronto como se enteraron, los soldados se formaron en un grupo y uno de ellos me dijo [que] si ellos no se marchaban con nosotros no nos dejaban marchar. Yo les contesté: “¿Si fuera destinado a un batallón de la muerte vendríais conmigo?”. Se callaron y no dijeron nada. Yo le [dije] a David: “Empieza a marchar”. Él no quería, tenía miedo que me hicieran una mala jugada, pero yo ya sabía con que clase de gente me las tenía.
De allí fui trasladado a Albalate del Obispo. Allí se formó un batallón con los mejores soldados del Cuerpo del Ejército, buena gente y disciplinada. Enseguida fuimos trasladados a Belchite, pues el enemigo empezaba [a] moverse.
A los dos días, recibo el siguiente comunicado: “A las diez de la noche llegará un batallón de (no recuerdo qué brigada). Usted, con su compañía, se agregará a ellos. El enemigo ha roto el frente y hay que cortarle el paso cuesta lo que cueste”. Yo, con mi compañía, estaba en Belchite a la hora citada. Llegó el batallón, me presenté al comandante, entregándole la orden de incorporarme con ellos. Hicimos alto en unos olivares que hay a las afueras de Belchite. El comandante era extrangero, tenía cara de alemán. Nos llamó a todos los oficiales y, con ayuda de una linterna, estudió el plano y nos designaba la misión de cada uno.
Mi misión era, con las seis ametralladoras que yo llevaba, apoyar dicho batallón. El comandante nos dijo al hacerse de día: “Tenemos que estar en esta cota”, decía señalando el plano. Empezamos a marchar por el olivar, y yo veía que no aparecía su aviación. Nos replegamos al pie del famoso olivar de Belchite. En aquellos momentos llegó una batería de antiaéreos nuestra, pero no tuvieron tiempo de emplazarla. La aviación se dio cuenta de ello y en menos de un cuarto de hora ya no existía batería. Los tanques enemigos no tardaron en llegar.
[En] el batallón de fusileros, tan pronto como vieron los tanques, cundió el pánico, empezando por el comandante y el comisario. Yo les vi que se alejaban, pero no sospeché sus intenciones. Las ametralladoras las tenía emplazadas detrás de los fusileros. Cuando vi que reculaban, mandé hacer fuego por encima de ellos para que no recularan, pero no había manera de contener aquella gente sin mando; con pistola en mano detenía a los que podía.
“¿Dónde tienes el fusil?”. Con cara de pánico decía: “¡Allá lo dejé!”. “¡[Ves] a buscarlo!”, pero mientras obligaba [a] aquel, un grupo se escapaba por otra parte. Aquello era una desbandada con todas las de la ley. El Sargento Cayo, de Suria, llegó corriendo. “Laso, allí no queda nadie, ¿qué hacemos?”. “Hay que resistir”. El muchacho volvía a su puesto, no había pasado dos minutos y volvía. “Es que estamos solos”. “Es igual. Yo no tengo ninguna orden de retirada”. “¿Es que te has vuelto loco? ¡Eres un animal, estás loco!”. Quizás él tenía razón y no sabía lo que me hacía.
Mandé recoger las máquinas, ya oscurecía. Los nacionales entraron en Belchite a las 6 de la tarde y nosotros llegamos a nuestras líneas a las 9 de la noche. Todos nos creían muertos o prisioneros. Nunca pude saber de aquel comandante, pues merecía que lo fusilaran. Mi comandante nos felicitó a la compañía y a mi. Desde entonces empezó la famosa retirada del Frente de Aragón. Su aviación no nos dejaba tranquilos y la reorganización era imposible.
Dejamos atrás La Zaida, Hijar, Puebla de Hijar y Caspe.
Allí vi un caso curioso y trágico. La aviación había hecho un fuerte bombardeo. En los hilos de teléfono había unos pantalones a horcajadas, pero tenía zapatos: era medio cuerpo de un soldado, le faltaba medio cuerpo para arriba. Era algo repugnante.
Allí, a nuestro batallón de ametralladoras nos trasladan a Tortosa, nos meten en un tren y rumbo a Tarragona. A unos dos km. de Tarragona el tren se para, nadie sabía el motivo. [Estuvimos] unas tres horas esperando. El hambre nos traía de cabeza. Yo, decidido, dije a David y Toni: “Vamos a Tarragona [a] comer algo; ya volveremos”. Dejé al enlace con mi macuto y los tres nos dirijimos a la ciudad.
Nuestra intención era ir a comer, y nos dirijimos a un hotel y el primero que encontramos fue el Hotel Europa. Quizás sea el mejor que hay allí. Nos sentamos en la primera mesa que encontramos vacía, que eran pocas. Era una sala grande y lujosa; allí la mayoría eran de comandantes para arriba, con unas señoras muy bien estocadas. No parecía que estábamos en guerra. En cambio, nosotros era al revés, andrajosos y con barbas de 15 días. Se acerca el camarero. “¿Qué desean?”. “Comer”, respondimos y nos dio la carta. [Era] la primera vez que comíamos a la carta. David sin mirar dice… [frase inacabada a l’ original].
Empieza por el primer plato hasta el último y nosotros hicimos un movimiento igual. El camarero nos miró con cara de asombro y dice: “Pan no hay”. Nos resignamos. Ya nos habíamos fijado que los comensales tal como iban llegando llevaban un paquete y era pan.
Al poco tiempo suenan las sirenas y se oyen las explosiones de algunas bombas [y] en un momento quedamos solos. Allí no quedaron ni los camareros. Cual sería nuestro gozo al empezar a coger pan de las mesas, no todo sino un trozo de cada una. Cuando pasó el peligro volvieron todos.
Nosotros ya notábamos que nos miraban, pero nadie nos dijo nada, pues con la cara de patibularios que hacíamos creo que les infundimos respeto, y así fue como comimos en el Hotel Europa de Tarragona.
Cuando salimos fuimos para el tren, pero el tren no había dejado ni rastro. Nos informamos y nos dijeron que había marchado para Binéfar [y] no había ningún tren hasta el día siguiente por la mañana. Nos dedicamos a visitar algunas “casas” y encontramos a una antigua conocida de Manresa. Con ella pasamos la noche en su casa.
Al día siguiente cogimos el tren rumbo a Binéfar. Cuando llegamos al puesto de mando, el comandante puso el grito en el cielo, a donde nos mandó yo me [agregaron] otra vez con el Capitán Lluch. Eso era lo que queríamos nosotros, pues era como un padre para nosotros.
Fuimos [a] hacer línea a las afueras de Monzón, [a la] orilla derecha del río Cinca, que había unas fortificaciones de cemento armado que dominaban una gran llanura. Al día siguiente ya volaron los puentes, el del ferrocarril y el de carretera, que estaban a nuestras espaldas.
En eso vemos llegar un coche procedente de Barbastro. Bajaron unos cuantos a ver quien era. Vemos que paran el coche y descienden dos personas y un niño de unos 12 años; ya los suben al puesto de mando, encañonados por una veintena de soldados, y resultaron ser un comandante de los nacionales, su hijo y el chófer. Ellos creyeron que Monzón estaba ya evacuado y ellos eran de allí.
Después de un interrogatorio que les hizieron a los dos hombres, les mandaron a dar un “paseo”. Aquel chiquillo me daba pena. No dejaba de gritar: “¡Criminales, asesinos! Ya me la pagaréis. Os juro que me vengaré”. Le trasladaron al otro lado del río y lo mandaron en dirección [a] Monzón. Enseguida a lo lejos vimos venir una columnas enemigas. Se detuvieron a una distancia prudencial. Nosotros, todos en el parapeto esperando el ataque, pero ellos, a pesar de ser diez veces más superiores que nosotros, estaban peor situados y no se movieron, pero más a la derecha ya habían llegado al río, incluso lo habían pasado. No hubo más remedio que abandonar la posición si no queríamos caer entre dos fuegos.
Cuando se hizo de noche, recibimos la orden de evacuar. [En] el río bajaba poca agua, poco menos que [hasta] la cintura. Como hacía frío nos quitamos los pantalones para no mojarlos. Cuando estábamos cruzando el río, oigo un ruido extraño. Enseguida corrió la voz: “¡Deprisa, que han abierto las compuertas del pantano!”. Yo, en cuatro saltos, llegué al otro lado, no antes sin caerme y mojar toda la ropa. Detrás de mi oía gritos pidiendo auxilio. Era imposible hacer nada [ya que] la noche era oscura y la corriente era muy rápida. Muchos se fueron río abajo.
Empezamos a caminar a la deriva. Pasamos por Binéfar, Peralta de la Sal, hasta cerca de Benabarre. Nos hicieron dar la vuelta y ir en dirección a Alcarràs. El hambre ya nos hacía mella. Yo había comprado huevos. Tenía ganas de comer una tortilla o huevos fritos, pero nos decían que no tenían, y sabíamos que tenían las tinajas llenas de aceite. Notamos en seguida la diferencia de personal de Aragón al de Cataluña. La gente ya empezaba a protestar. Allí no reinaba la disciplina, era la famosa Tierra y Libertad de la F.A.I.
Al llegar a Alcarràs hay un cruce de carretera, era de noche. El mando nos manda volver otra vez para atrás. Allí vinieron las discordias, la gente que no daba la vuelta. Entonces el capitán Lluch grita: “¡Vosotros sois los revolucionarios i os escapáis porque viene el enemigo! ¡Es para allá i no para Barcelona donde hay que ir!”. Los soldados no decían nada. Él nos llama a David i a mi i nos dice: “¡Vámonos! El que quiera seguirnos que venga”. Aquella gente al ver que el viejo daba la vuelta, se levantaron y nos siguieron.
Hicimos alto al lado de una loma. Después de distribuir el personal, me senté en un montón de grava que había en la carretera. Aquello parecía un colchón de lana. Estaba agotado.
Al amanecer, la primera visita fue la aviación contraria. Nos dió una buena ración de bombas, que por cierto no causó muchas bajas, pero enseguida empezó la artillería, la de ellos, desde luego, porque la nuestra no sé dónde estaba. Allí tuvimos un combate bastante serio. Se aguantó más de lo que en realidad se podía, hasta que llegó lo inevitable: las líneas se rompieron, la gente empezó a la desvandada, pero a nuestra espalda teníamos otro río, mejor dicho un canal, creo que es el Noguera-Pallaresa, de unos 5 metros de ancho y 3 de fondo. Alguien había puesto una vigas que hacían de puente, pero había que tener equilibrio, pues la viga rodaba y te ibas al agua. [Para atravesar por] el puente de la carretera había que ir a más de 500 metros a la izquierda; nadie quería ir tan lejos y se peleaban por pasar por el palo. Con esto, el palo dió [la] vuelta y todos fueron al agua. Nadie se cuidaba de los que marchaban río abajo, pues con el peso del fusil, municiones y macuto no valía saber nadar; además del nivel del agua, a la parte superior del muro había cerca de un metro y no podían cogerse. Fueron muchos los que cayeron allí.
El capitán Lluch a nosotros dos nos dijo: “Vosotros, seguirme”. Y nos fuimos al puente de la carretera. No hicimos más que pasar el puente y los dinamiteros lo volaban. Ya volvimos a estar a salvo otra vez. Habíamos pasado otro apuro de los buenos.
Así llegamos a Balaguer. Allí, cuando llegamos, no había nadie. La aviación había bombardeado. Por debajo de algunas puertas salió el aceite: se ve que algunas tropas que habían pasado antes que nosotros habían roto las garrafas. Se hizo una nueva línea a la orilla izquierda del Segre y así terminó la famosa retirada de Aragón.
FRENTE DE CATALUNYA
De la orilla del Segre, al capitán Lluch, al David y yo nos destinaron al 1º batallón de la 153 brigada de la 30 división del II Cuerpo del Ejército, que mandaba el teniente coronel Francisco Galán, que estaba haciendo línea en el Montsec; al pasar por Artesa de Segre daba las líneas de la forma que lo dejó la aviación.
Cuando llegamos al alto del Montsec nos presentamos al mando del batallón y nos tomaron la afiliación: el Sr. Lluch, oficial retirado y sin partido, David, de la Esquerra y yo de la U.G.T. Enseguida comprendí que había caído en desgracia al ver de la forma que me miraron cuando les di la afiliación. El Lluch, cuando salimos, ya me lo dijo: “Eres tonto de dar tu afiliación. ¿No sabes quiénes son? Son los restos de la “Tierra y Libertad”. Ya estaba hecho, no había remedio, pronto empezaría a purgarlo. Al Capitán Lluch le dieron una Compañía y a mi, una de sus secciones y a David, un pelotón de mi sección.
Al Capitán Lluch, a los pocos días le llegó la baja, pues se marchaba a un batallón de la retaguardia. David y yo nos alegramos, pues el pobre viejo se lo tenía bien ganado, pero nosotros lo encontraríamos a faltar. Al faltar él, yo tomé el mando de la compañía. Allí las cosas iban de mal en peor. El rancho cada día era más escaso, de tabaco no nos daban, fumábamos hojas de lo que fueran.
En el pueblo, que eran media docena de casas, esta[ba] el mando. Mandaron desalojar a las familias. Estaba terminantemente prohibido a nosotros ir allí, pero yo me enteraba de lo que pasaba por mediación del enlace que iba a llevar el parte diario. Cuando hicieron marchar a los habitantes, ellos entraron detrás a la requisa, pero a nosotros no nos llegaba nada. Cierto día vino un —comisario a la posición que yo estaba, me preguntó cómo estábamos por allí, y yo le dije la verdad. Me era igual que fuera de un partido que de otro. Resultó ser de la misma calaña. La vida me la hacían casi…